Testimonio
Por: Ana Paula Fernández Oliva
“La perfección amorosa del patriarcado consiste en haber creado en las mujeres la creencia de que la realización personal está en allegarse a un hombre -plenipotenciario- en la vida. Esta creencia nos coloca a las mujeres, cuando -amamos-, en una experiencia de no libertad.
Somos convocadas a movernos por amor, a mover montañas por amor, pero para que nuestros esfuerzos beneficien a otras personas.’’ - Marcela Lagarde.
Estas y otras citas han resonado en mí al reflexionar acerca de este testimonio de violencia. Violencia ejercida por mi padre hacia mi madre, hacia mí. Ha sido un camino y proceso largo para sanar.
A la fecha ya hemos hecho denuncias por violencia en el Centro de Justicia para la Mujer y nos hemos visto con los ojos llenos de lágrimas la una a la otra, sin poder contener el llanto a causa de tanto resistir, soportar y pretender que la dinámica de violencia eran parte del día a día en la casa. Desafortunadamente, a lo largo de nuestras vidas se nos adiestra para justo eso, soportar que no nos amen y darlo todo, no esperando nada; quedando como subordinadas.
¿Cómo voy a meter -yo- una denuncia? Si a mí no me ha golpeado, ni amenazado de muerte, o abusado sexualmente. Lastimosamente en términos jurídicos al hacer una denuncia, si no ocurre alguna de estas cosas no consideran la situación como violencia. Y ante la cruda e injusta pared de la indiferencia y la falta de consideración hacia nuestras circunstancias de parte del Estado, me resigné, bloqueándome, cegándome a mí misma, evitando nombrar, recordar y reconocer todos los tipos de violencia que no restan gravedad en absoluto y que estuvieron tan presentes desde que era niña hacia mi persona y por supuesto hacia mi madre. Me di cuenta al enfrentarnos con el momento de denunciar que normalizamos estas violencias al punto de encubrirlas por completo.
Mi padre desde niña me hizo sentir mal acerca de mi personalidad: “Eres muy huraña” me decía, entre otros adjetivos del estilo. Me doblaba las orejas, me jalaba del cabello “sólo como jugando”, manierismos que siempre le pedí que no hiciera y que nunca le importó y se burlaba de mi enojo. Comencé a crecer. Mis piernas comenzaron a engrosarse, mis caderas comenzaron a ensancharse, mis senos comenzaron a crecer. Sintiéndome yo ya bastante confundida con mi cuerpo, mis cambios hormonales, el tipo de cuerpo que las revistas me decían que era el ideal – versus – el mío, desórdenes alimenticios, no bastaba este tremendo torbellino de emociones y pensamientos sumándole comentarios de crítica y sexualización de parte de mi padre acerca de mis piernas, de mi silueta, de mi peso. Si me veía gorda, si me veía flaca, si así me veía guapa… la incomodidad de pasar frente de él y sentirme observada siempre estuvo ahí. Todo esto me afectó a lo largo de quizá 10 años o más en mi autoestima, en la forma en la que me vestía (y que sigo vistiendo), mi forma de relacionarme erótica y sexualmente, incluso por mucho tiempo no reconocerme mujer por el miedo y el asco de aceptar mi cuerpo sexualizado. Además del daño psicológico y emocional que me ha causado esa situación, los comentarios hirientes, el nulo tacto para expresarse fue para mí siempre un nudo en la garganta lleno de rencor, resentimiento y decepción. Mucho de mi tiempo transcurrió asistiendo a terapia con una perspectiva impartida por un psicólogo en la cual yo trabajaba para tratar de aceptar que quizá ‘’el cariño’’ que mi padre mostraba podía estar presente en formas ‘’peculiares’’, lo cual al final del día me doy cuenta que no era más que ‘’pedirle pera al olmo’’, y que rebuscar y marearme en significados para pepenar un poco de afecto, atención y cuidados era un ciclo venenoso de ilusiones fuera de las intenciones reales y decepciones, pues sus formas para mí nunca demostraron el amor que yo quería y necesitaba recibir, y que a lo largo del camino, cuando volteo, sé que nunca lo hubo, ya que muchas veces, cada día con amenazas más fuertes, mi padre plantea el querer sacarnos de nuestra casa para venderla; sin importarle que sería de nuestra vida, cómo saldremos adelante o bajo qué techo.
A mi madre por supuesto que le costó mucho trabajo nombrar la violencia física, sexual, psicológica, económica, laboral… por 24 años de su vida, hasta hoy.
Hoy más que nada, me es importante aprender que nombrar es sanar. porque lo que no se nombra no existe. Y para amar debemos conocer, nombrar nuestras libertades. Ser egoístas ante una moralidad patriarcal que nos prohíbe el egoísmo: El Yo, El Ego. Yo Soy.
Aprendo que yo negocio mis acuerdos y mis límites. Yo elijo cómo quiero amar y ser amada. Yo identifico cuando mis espacios seguros son transgredidos y elijo nombrarles. El egoísmo es el principio de la posibilidad del amor como realización, creatividad, generosidad y libertad.
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