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Acuérdate que eres negra

Por. Ana Hurtado


Busco pedazos de tierra. De pronto me invadió una insaciable necesidad de cartografiar islas, las veía por todos lados, en los restos de la comida, en los charcos que tras estrepitosas lluvias imprimían estelas de agua erigidas sobre el pasto, la tierra y el asfalto. Todo comenzó cuando al borde de la comisura de mis labios germinaron surcos blancos, paulatinamente se fueron extendiendo hacia mi oreja derecha, luego brotaron otras, más cercanas a los ojos. Sobre la piel morena y la identidad negra florecieron archipiélagos.

Ahí comenzó todo. Ese fue el origen de una travesía atestada de frustraciones, pues ¿qué más dejan las oleadas de dudas que un día desbordan de lo más hondo del pecho y la memoria? Con anterioridad había escuchado sobre las metáforas del huracán y la tormenta como puentes casi ineludibles hacia el amor propio, pero nunca nadie me había advertido sobre la insularidad como posibilidad de reinvención, ni por un instante hubiese asimilado la isla como parte de una evolución. ¡Cuán equivocada estaba! Por primera vez la ignorancia geográfica me salvaba de algo tan incomprensible, tan duro y difícil de asimilar como lo era mudar de piel. Aquel desbalance de melanina fue apenas un terremoto inicial, una sacudida estrepitosa que me lanzaría a enmendar las roturas del pasado, o, mejor dicho, me conduciría a navegar en mis propias islas.

Sentía que amar mi cuerpo no era más que un paliativo cargado de compasión ¿cómo se amaba cuando en medio de todo había un largo historial de vergüenza, desprecio y rechazo? ¿Cómo amar a plenitud cuando lo que poseía solo eran retazos que flotaban en la inmensidad de una aversión introyectada? Un deseo reprimido se cumplía de forma tajante, un deseo sembrado en un racismo interiorizado: el deseo de ser más blanca. No hay ninguna excepción a la regla, la blanquitud siempre fragmenta. ¿Cuál entonces era mi mar y de qué fragmento de ecosistema me despegaba? La causa de mi vitíligo no fue un desastre emocional sino un fenómeno geográfico que aconteció en el silencio abyecto y la sórdida zona de los dolores más hirientes.

Atestiguar la fractalidad del patrimonio epidérmico no es fácil, aunque pululen los juicios optimistas de aceptar el cambio, no resulta sencillo entender el cuerpo en una diferencia. El amor propio y la construcción de una crítica sobre los cuerpos racializados tuvo su génesis en esta experiencia; mientras la melanina disminuía la curiosidad estaba en efervescencia, ahí descubrí una historia muchos menos contada y publicitada, la de los cuerpos afrodescendientes con vitíligo y la dificultad para ser visibilizados, el revuelo que causaba saber que algunos artistas o fotógrafos eran blancos a causa de esta rara degeneración cutánea. Para las mujeres negras con vitíligo tan solo existe un referente potente en la industria de la moda, se trata de la modelo Winnie Harlow quien representa la primera modelo con vitíligo en el mundo de las pasarelas más renombradas. Aunque a primera lectura esto podría versar en un aspecto positivo para el mercado de la moda, no es posible eludir que se trata de un cuerpo capitalizado desde la disidencia y el exotismo. Los afrodescendientes con vitíligo están sometidos a una crítica más aguda respecto a sus cuerpos, al ser un blanqueamiento progresivo resulta en proceso doloroso de reconocimiento identitario, un lugar situado en la una continua fluctuación donde la memoria corporal es inherente al archivo personal del racismo, un acervo que siempre se trae a cuestas.

En mi identidad negra, uno de los primeros lugares de empoderamiento ha sido la despigmentación de la epidermis, desde ahí, y en una crítica situada meramente en la experiencia y en el reconocimiento colectivo-individual, el vitíligo ha deshebrado tensiones entre la teoría y la práctica en torno al racismo estructural, la discriminación, y el amor propio afrocentrado. Desde esta erosión melánica hago una declaratoria de vida: Acuérdate que eres negra.


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