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Foto del escritorLas Libres Revista

Amalia

Desde que era pequeña, mi abuela me llevaba con ella cuando visitaba a la señora Amalia,una mujer de larga cabellera gris que casi tocaba el piso, si no fuera por la coleta alta que siempre usaba. Su cabello, he de decir, era lo más bello de su persona, pues el resto no lo quiero recordar, parecía que dentro de sus arrugas se hubiera acumulado polvo, su semblante lucía severo, como si quisiera regañar hasta al mismo Sol por existir. Ella y mi abuela eran amigas desde la infancia, habían crecido juntas y cuando ambas se casaron, no cesaron su amistad aunque sus respectivos maridos no se agradaran mutuamente. Cuando murió el abuelo, Amalia era quien consolaba a mi abuela. Mi mamá me contó que era la única persona que conocía completamente lo que mi abuela es, y que, en efecto, sólo ella le calmaría el dolor que sentía por la pérdida. Yo recuerdo ese día diferente, desde que vi a Amalia con mi abuela sentía que las palabras que le decía sólo la mortificaban más; no eran las palabras de consuelo habituales, por el contrario, cualquiera que la escuchara podría decir que la odiaba. Pensé mucho en sus palabras, especialmente cuando vi que mi abuela, con el paso de las horas, se calmaba cada vez más, hasta recuperar la serenidad que la caracterizaba, podría jurar que en el velorio la escuché reír. Cuando el marido de Amalia murió, ocurrió lo opuesto. Amalia fue a casa de mi abuela un sábado por la noche y le dijo, sin más, que su esposo había muerto la noche anterior, que había incinerado el cuerpo y que las cenizas las recogería al otro día. Mi abuela se llevó a su amiga a la habitación y hablaron por horas, cuando nos regresamos a casa, mi abuela seguía }encerrada con ella. El siguiente fin de semana Amalia seguía en casa de mi abuela. Ninguna de las dos se sentía preparada para separarse, incluso en la comida Amalia habló de mudarse juntas, sin embargo mi abuela se negó y con rostro serio argumentó que cada una "necesitaba" estar en su respectiva casa. No hubo réplica y a la mañana siguiente Amalia se fue. Su amistad era bastante intrigante, pero siempre sucede así con las amistades viejas, han pasado por mucho juntas que existen lazos que no comprendería alguien más. Fue

la resolución a la que llegué después de ver por tanto tiempo su comportamiento. Eran capaces de dar la vida la una por la otra. Antier que vi a mi abuela, fue para decirle, con el nudo en la garganta que no era posible embarazarme. Solté el llanto más largo de mi vida; abrazada a su regazo levanté la mirada, mi abuela me veía conmovida, acariciaba mi cabello y me sonreía con calidez. Me dijo que debía de irse y que volviera al otro día para ir con Amalia a comer. No dijo nada más. Me presenté a la misma hora, mi abuela ni siquiera me hizo pasar a su casa, en cuanto toqué el timbre, salió para irnos directamente a nuestro destino. Cuando llegamos, Amalia también nos esperaba, sus facciones ya no me parecían tan grotescas y su cabello relucía más de lo que recordaba. Entramos y pasamos por el comedor para bajar al sótano que había acondicionado como un estudio, la puerta tenía seguridad y terminando las escaleras, una puerta de cristal se encontraba cerrada con clave. Entramos a una especie de herbolaria, Amalia tenía un escritorio con todo lo necesario era un cubículo de oficina y a sus espaldas, un estante que medía lo mismo que la pared, era de madera y estaba lleno de botes oscuros que, pese a lo repugnante de su interior, parecían aseados recientemente. Cada uno de los botes tenía una etiqueta con varios símbolos escritos, algunos en rojo y otros en negro.

Mi abuela tomó mi mano y me sonrió. - Te dije que de algo nos serviría el infiel de tu marido–miró a mi abuela. - Tu siempre tienes razón, querida, ¿es éste? – señaló uno de los botes con el interior verde que tenía escrito en símbolos en color rojo. Amalia asintió y lo tomó, para luego abrirlo. El cuarto se inundó de una pestilencia casi insoportable, me percaté de que no era una puerta, nos encontrábamos dentro de un cubo de cristal, el olor no saldría de las cuatro paredes. Amalia volvió a mirarme y, sin quitarme los ojos, aventó el bote al piso y éste se rompió en mil pedazos. La voz de mi abuelo, pidiendo perdón, salía con el olor, haciéndose presente e intolerable. Ambas mujeres se tomaron de la mano y recitaron algo, la voz de mi abuelo dejó de escucharse y el líquido se convirtió en agua cristalina. El olor había desaparecido también. Ayer tuve nauseas. Estoy embarazada.

Paola Raminsky, 23 años, Escritora en Las Libres y Red de Filosofía. Social media en Las Libres. Coordinadora de proyectos y Estudiante de cine.



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