Marcela Espinoza-Juárez
La Sociedad Internacional de Cirugía Plástica Estética (ISAPS, por sus siglas en inglés) reportó el pasado 9 de diciembre del presente año, su encuesta mundial para el 2019 en la que reporta los siguientes números: las cirugías plásticas incrementaron en un 7.4%, siendo el aumento de pecho el procedimiento quirúrgico más habitual (mujeres entre 19 y 34 años) y el de toxina botulínica el procedimiento no quirúrgico más popular (pacientes entre 35 y 50 años); la cirugía que incrementó considerablemente su demanda (38.4%) fue el aumento de nalgas; México se ubicó como cuarto lugar mundial en cantidad de cirugías realizadas y segundo lugar como destino para el turismo médico (cirugías estéticas para extranjeros); las mujeres representaron el 87.4% del total de pacientes (ISAPS, 2020).
¿Por qué son las mujeres las que con mayor frecuencia se someten a este tipo de procedimientos? Las primeras reacciones que se emiten a partir de datos como estos van desde lo condescendiente, pasando por la indignación moralista, hasta la celebración sin crítica. Se condena desde una postura conservadora o se celebra desde una postura supuestamente progresista (ambas patriarcales), las dos carentes de algo que la posmodernidad y el neoliberalismo se han encargado de enterrar: un cuestionamiento crítico a las fuerzas e intereses que construyen y alimentan las decisiones de las mujeres, lo que las orilla o alienta para decidir mutilar su cuerpo.
Comencemos en las décadas de los 60 y 70 cuando surgieron movimientos sociales de mujeres en respuesta a las restricciones educativas, económicas, reproductivas y sexuales impuestas por muchos años sobre sus vidas y sus cuerpos. Ese momento histórico fue rico en cuestionamientos y teorizaciones que proponían la ruptura con las ideologías hegemónicas masculinas. Entre otras, se hacía una crítica a los estándares y prácticas de belleza que transformaban a las mujeres en objetos ornamentales y de placer para los hombres. Entonces el patriarcado cambió sus métodos, cooptó el lenguaje y distorsionó el horizonte feminista – despolitizó los actos de resistencia. Comenzó una era en donde a las mujeres se les identificó como consumidoras y objetos de consumo – se mercantilizaron sus cuerpos y sus decisiones --; se le dio más importancia a lo que construye la subjetividad y no a lo que manifiesta y padece la materialidad. Se comenzó a hablar de agencia, de empoderamiento – a través del consumo --, de libre elección y se perdió de vista el contexto en el que nos movemos que es en donde las instituciones y los intereses patriarcales diseñan y articulan la subordinación de las mujeres.
A partir de los años 80, se manejó un discurso individualista – éxito y progreso personal -- que aísla las experiencias individuales de las mujeres dejándolas parcialmente ciegas, incapaces de ver el panorama completo. Lo personal ya no es político, ahora se entiende como el ámbito en donde las mujeres deciden qué consumir, qué adornos y productos representan mejor su identidad femenina, qué prácticas y experiencias cosméticas y sexuales las acercan más a los estándares del capital y de la cultura misógina masculina – lo que es femenino y sexy y que además arrastra prejuicios de raza y clase. Entonces, el significado de ser mujer se malentiende como un acto meramente performativo.
En su libro Beauty and Misogyny, Sheila Jeffreys describe diferentes prácticas de belleza como actos culturales dañinos de diferenciación y reverencia hacia los hombres – identificación de quién es objeto de explotación –, como prácticas de dominio masculino que se hacen cumplir a través de tácticas de presión social (Jeffreys, 2005). Estas tácticas de presión e intimidación intervienen y obstaculizan diferentes ámbitos de la vida de las mujeres y pueden derivar en la pérdida parcial o completa de su autonomía e integridad física – en muchos casos solo alcanzando ciertos estándares de belleza se pueden conseguir los medios para sobrevivir.
La libre elección promovida por el feminismo posmoderno acentúa las relaciones de dominio de hombres sobre mujeres y hace multimillonarias a industrias que lucran con los cuerpos “imperfectos” y la normalización de la sexualización de las mujeres, industrias que nos convencen de odiar nuestros cuerpos en tanto no cumplan con los estándares masculinos de belleza para su explotación sexual. Nos metimos a la boca del lobo con engaños sin darnos cuenta de que, conforme caminábamos hacia adentro, se nos acababa la luz.
La satisfacción de las fantasías y deseos sexuales de los hombres como destino último de las mujeres no es algo nuevo. Las mujeres hemos sido preparadas para esa función, la hemos naturalizado, justificado, desde el inicio del patriarcado y desde el vientre. Nacemos, crecemos y nos desenvolvemos dentro del régimen de la heterosexualidad obligatoria que describía Adrienne Rich (Rich, 1986); la heterosexualidad vista no sólo como orientación sexual, sino como la vida alrededor de los hombres, dependiente de los hombres, al servicio de los hombres. Las mujeres son las responsables de satisfacer las necesidades emocionales, reproductivas, laborales y sexuales de los hombres. Vivimos en una ficción diseñada de acuerdo con los intereses del régimen heterosexual. Todos los ámbitos de la vida de una mujer, desde que nace hasta que muere, están dispuestos para que cumpla con su destino. Este es el terreno que pisamos. Este es el terreno de donde parten nuestras decisiones.
En este marco, bajo estas expectativas e intimidación, a través de los lentes de una dismorfia corporal promovida por la misoginia masculina que se alimenta de la pornografía, decidimos cubrirnos el cuerpo y la cara con diferentes sustancias; decidimos ataviarnos en conjuntos incómodos que limitan nuestro movimiento y restringen nuestra libertad en beneficio de una moda que no responde a nuestras necesidades; decidimos deformar y lacerar nuestros pies dentro de zapatos de tacón fabricados pensando en fetichismos masculinos; decidimos mutilarnos para materializar ideales pornográficos poco prácticos por medio de procedimientos quirúrgicos potencialmente incapacitantes o mortales. Nuestros cuerpos son el lienzo en el que se hacen realidad los fetichismos y deseos de los hombres, quienes llaman – y nos convencen de llamar -- arte, moda, libertad de expresión, feminidad, a las prácticas y productos que nos siguen limitando y esclavizando a sus deseos y fantasías. El sistema de dominación en el que nos encontramos se asegura de que estemos sexualmente disponibles para los hombres. Los cuerpos de las mujeres son sólo valorados en tanto sean observados, aprobados, deseados y usados por los hombres.
La lucha por la liberación sexual de las mujeres de los años 60 y 70 se ha reinterpretado, convenientemente, como una libertad que determina en qué condiciones deseamos seguir siendo explotadas sexualmente por los hombres. En su texto “Usos de lo Erótico” Audre Lorde, describe el erotismo que por tanto tiempo fue negado a las mujeres, como un regocijo, un placer personal, una fuerza creadora de gozo y alegría que proviene de nosotras para nosotras. El autodescubrimiento y experimentación que trasciende lo sensorial, lo sexual (Lorde, 1984). Ahora esto se ha descrito con el término neoliberal de capital erótico, una supuesta herramienta para intercambiar o vender como mejor nos parezca, y esto es visto como una práctica empoderante – la sexualización de nuestros cuerpos.
Lo erótico se ha deformado adaptándose a lo que Andrea Dworkin nombraba “pedagogía de la violación” (Dworkin, 1993), derivada de las industrias de la pornografía y la prostitución que retratan la violencia sexual hacia las mujeres y la desidentificación de nuestros cuerpos, como estándares y prácticas sexuales normales y deseables. Es esta cultura de la violación, es el odio hacia las mujeres, es la violencia adornada con labial, corsés, faldas entalladas, tacones incapacitantes y cirugías innecesarias – la pornograficación de nuestros cuerpos – lo que marca todos los ámbitos sociales en los que nos desenvolvemos y lo que reduce nuestras alternativas desde niñas.
En este contexto de pornograficación de los cuerpos de las mujeres, como lo nombra Sheila Jeffreys, de identificación como objetos sexuales, se hace sumamente necesario, una cuestión de vida o muerte, priorizarnos. Priorizar nuestra integridad, nuestra seguridad física y bienestar emocional por encima de cualquier aprobación ficticia de la industria de la moda y del culto a la belleza femenina de los hombres. Es necesario no perder de vista el contexto patriarcal feminicida en el que vivimos y que es este el terreno que pisamos. Nuestras decisiones son colectivas en tanto nuestras acciones en lo individual sienten un precedente de prácticas deseables y supuestamente naturales para las generaciones futuras, sin hacer una crítica al sistema que las impulsa, a las fuerzas manipulativas que las alientan; sin cuestionar si son o no construcciones sociales, de dónde vienen, quién se beneficia y las alternativas que creemos tener versus las que podemos generar. Porque la historia y la experiencia nos han demostrado que cualquier ventaja, privilegio o consideración obtenida en este terreno, jugando bajo sus estándares y sus reglas, serán siempre relativas; el lobo no dudará y en el momento que le convenga, cerrará la boca para tragarnos.
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