Ser, en un mundo hostil para las mujeres
Por Michelle Sarabia Razo
El 15 de febrero de 2019 es un borrón en mi memoria.
No estaba pensando en suicidarme. Creía que estaba viviendo los efectos de la ansiedad. Así que me tomé Lorazepam, aunque la psiquiatra ya me lo había quitado. Como no hacía efecto, proseguí a tomar Quetiapina y Duloxetina. En medio de la neblina que se apropió de mi mente por los medicamentos y el delirio, pude llevar un conteo de la cantidad de pastillas que estaba consumiendo. Mi deseo no era morir, sólo quería dejar de sentirme así: inadecuada, insuficiente. Incapaz de ser amada.
Mi siguiente recuerdo es despertar en una cama de hospital. Me habían canalizado para que el suero desintoxicase mi organismo. La psiquiatra me anunció que me hospitalizaron para darme contención. En mi hoja de egreso, cuatro días después, escribió que ingresé por una “exacerbación de síntomas depresivos que relaciona con estresores psicobiográficos importantes”. Y en comorbilidades: “entorno psicosocial adverso”. Al salir del hospital, me fui con el diagnóstico de Trastorno de Personalidad Emocionalmente Inestable, también conocido como Trastorno Límite de la Personalidad (TLP).
Días después consulté lo que el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-5) tiene que decir sobre el TLP: “patrón dominante de inestabilidad de las relaciones interpersonales, de la autoimagen y de los afectos, e impulsividad intensa, que comienza en las primeras etapas de la edad adulta.” (APA, 2013)
En ese momento algo hizo clic: la frágil percepción que tenía de mí misma, dependiente de la validación -o falta de- aquellas personas que admiro; la desesperación con la que necesitaba el contacto de otro ser vivo y a la vez rehuir de este; la idealización y devaluación extrema a las que sujetaba a quienes se salían del papel que yo misma les asigné, sin consultarles; el autosabotaje en la escuela y el trabajo; y otras consecuencias como la autodevaluación, el sentimiento perpetuo de inutilidad, la dependencia, el miedo al abandono, la ausencia de autocontrol. Mi deseo de ser destruida, vejada y maltratada. Todo eso tenía una razón de ser. Lo que sentía era real.
Recibir un diagnóstico me permitió saber a qué me estaba enfrentando, porque estas acciones han sido parte de mi existir desde mi niñez. Es algo que ha inundado mi interior y se ha desbordado hacia mi contexto familiar y amistoso, además me ha llevado a relacionarme de forma caótica con los varones que se acercan a mí. También descubrí, con el paso del tiempo, que yo no soy un trastorno.
Así surgió mi cuestionamiento más grande: su origen. ¿Es genético? Es una posibilidad, más no creo que, en mi caso y en el de muchas, la infancia y la dinámica familiar sean indiferentes. Mucho menos los factores sociales y estructurales de nuestro contexto como mujeres mexicanas. Me aventuro a decir que se considera un trastorno porque no se manejó apropiadamente en su comienzo. Es manejable si se identifica con prontitud. Si tan sólo se prestara atención...
El propósito del presente escrito es abrir la discusión: hablemos de la patologización de nuestra respuesta al trauma; de haber sido castigadas por atrevernos a ser en un mundo hostil para las mujeres.
¿Por qué hablar de trauma?
Desde la psicología se habla del trauma como unevento que supera la capacidad de la persona de afrontar determinada situación, así como a “las consecuencias que ese evento tiene en la estructura mental o vida emocional de la misma” (García Higuera, 2016). Es decir, puede que el suceso que marcó nuestra psique quede enterrado en nuestro inconsciente, aunque la herida nunca cerró. Nunca fue curada y ahora está infectada.
El caso del TLP es curioso, pues en los círculos especializados en la salud mental, especialmente aquellos con perspectiva feminista, se ha hecho una comparación entre el diagnóstico de Trastorno de Estrés Postraumático y Trastorno Limite de la Personalidad; mientras en el primero se patologizan los efectos que el trauma tuvo en la persona, en el segundo, se hace lo mismo con las reacciones de la persona a su trauma, lo que implica que la persona es trastornada: su deseo de ser vista, escuchada, tomada en cuenta es un trastorno.
Coincido con autores como Walker y Kulkarni (2019), quienes dicen que más que un trastorno de personalidad, el TLP debe ser pensado como una respuesta compleja al trauma. Esto es porque la mayoría de las personas diagnosticadas tenemos un historial de violencia en la niñez. Incluyendo abuso sexual, físico, psicológico y verbal, abandono emocional y separación de las cuidadoras principales y seres queridos.
Es importante pensar en el contexto que viven las infancias en México: un país que ocupa el primer lugar en abuso sexual infantil y creación de pornografía; donde el 60% de los casos de violencia sexual contra la infancia son cometidos dentro del hogar, por personas que supuestamente deben procurar a las y los menores; donde las niñas son agredidas psicológicamente mediante gritos, descalificaciones e insultos como “métodos de disciplina” con mayor frecuencia. Todo esto rompe la capacidad de ser en una etapa fundamental, pues no se posee la inteligencia emocional suficiente para procesar lo que nos está pasando, de ahí la generación del trauma.
El Trastorno Límite de la Personalidad y la patologización del trauma de las mujeres
Andrea Nicki (2016) argumenta que el análisis de este trastorno ha puesto al descubierto el papel central que tiene el trauma ocasionado por la violencia emocional y sexual infantil. En estas situaciones es común encontrar “dobles vínculos” para las mujeres: se patologizan rasgos asociados tanto con la feminidad convencional, como son la emocionalidad, la dependencia y la autodestrucción, así como con la feminidad no convencional, como la rebeldía y la “promiscuidad” sexual.
Por eso considero que se necesita una perspectiva feminista a la hora de tratar los efectos que estas violencias tienen sobre nuestra psique y cuerpo, pues el feminismo ata el problema individual a un contexto político más amplio; teoriza estos comportamientos como una respuesta a, o en relación con; relaciones de poder por cuestión de género.
Debido a eso, se necesitan alternativas como la terapia narrativa, que teoricen la importancia del rol del poder y el conocimiento en configurar nuestra concepción de identidad, estabilidad y ser. Lo que la terapia narrativa hace es afirmar el valor de la autodeterminación mediante la co-creación de nuevas historias que sean significativas para la clienta, sin importar las etiquetas, las categorías de diagnóstico, o el “poder” y “expertise” del terapeuta (Berger, 2014).
Diagnosticar sin profundizar en lo que este trastorno representa patologiza la reacción y manejo del trauma, ignora los factores sociales y estructurales que rigen, no sólo el accionar propio, también el de aquellas personas que nos rodean, pues no escapan a la influencia del patriarcado y el neoliberalismo. Se necesita colocar en el centro de la conversación los efectos negativos que el status quo tiene en la salud mental y sexual de la infancia.
Efectos que no entendemos. Sólo queremos ser niñas, escandalosas, llamativas, curiosas y perspicaces. Lo que nos han hecho ha sido borrarnos: no tenemos derecho a poner límites, no podemos cuestionar, porque entonces el cariño nos será removido. No podemos ser, porque es un mundo cruel y peligroso contra quienes intentan construirse fuera de las normas establecidas. Se nos introduce la culpa, esa sensación que nos priva de construir nuestra propia persona porque entonces estaríamos siendo egoístas.
Es esa impotencia de ser, lo que nos lleva a la frustración, el enojo, la ira y el dolor. Pero no podemos externarlo, porque de nuevo viene la culpa de desear ser. Porque si nos enojamos, lo hacemos a costa del bienestar de la otra persona, así que lo interiorizamos: nos cortamos, golpeamos, quemamos, arrancamos el cabello y arañamos; nos dejamos arrastrar por el caos de relaciones dañinas porque es mejor sentir eso que la desesperación interior. Explotamos sin razón aparente para otras personas, a veces incluso para nosotras.
La importancia de ser
Tras esos días hospitalizada en febrero, entendí que ya no podía continuar con los mecanismos que había desarrollado desde mi niñez. El proceso de individualización que comencé al aceptar las partes dolorosas de mi existencia, sin sufrir, me ha hecho reconocerme como mi propia persona, capaz de autonomía y colocar límites.
Este fue el primer paso para empatizar con el sufrimiento ajeno. Porque si queremos que no exista más violencia en la infancia, debemos de reconocer la violencia de la que hemos sido víctimas y aquellas que perpetuamos, incluso sin querer. Se le ha estado diciendo a las víctimas de violencia durante su niñez que “exageran”, que sólo buscan llamar la atención. Se nos ha llamado manipuladoras, promiscuas, narcisistas.
En mi camino por entender cómo viven otras los efectos relacionados con este trastorno, me di cuenta de que la sensación de inadecuación es una constante. Creemos estar solas en esto, que hay algo inherentemente “malo”. Todas coincidimos que es necesario crear un espacio donde podamos expresarnos y no obtengamos silencio o molestia de vuelta. Es sabernos acompañadas. Siempre se ha tratado de eso.
Referencias
Berger, Bria. (2014). Power, Selfhood, and Identity: A Feminist Critique of Borderline Personality Disorder. Advocates’ Forum.
Nicki, Andrea. (2016). Borderline Personality Disorder, Discrimination, and Survivors of Chronic Childhood Trauma. The International Journal of Feminist Approaches to Bioethics. (vol. 9) pp. 218-245
Walker, Patrick & Kulkarni, Jayashri. (2019). We need to treat borderline personality disorder for what it really is – a response to trauma. The Conversation.
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