Por. Silvia Castillejos Peral
María, ¿no eres tú aquella muchacha que llegó a Chapingo con una maleta azul y un racimo de ilusiones? ¿No eres la que se despidió de sus padres en la calzada principal entre las primeras lágrimas y las últimas recomendaciones? Hija, cuídate, no nos falles; no, papá, váyase tranquilo, verá cómo regreso a mi pueblo como una profesionista; Mija, nada de novios, no vaya a salirnos con su domingo siete. Tenga confianza en mí, mamá, me voy a portar bien.
María, ¿no eres tú la niña de catorce años que se sintió sola, muy sola, tan sola que a las tres semanas de haber llegado a la escuela se hizo novia de Giovanni? No lo conocías, pero te trataba tan bien que no pudiste decirle que no, ni esa vez, ni cuando te prohibió tener amigas, salir sola y vestirte a tu gusto. Tampoco pudiste negarte, muy a tu pesar, cuando te pidió que tuvieran relaciones sexuales. Y mucho menos te atreviste a condicionar esas relaciones a una protección que evitara consecuencias no deseadas.
¿Sabes? Creo que sí eres María porque no te gustaba cómo iba cambiando Giovanni contigo: empezó a beber, empezó a golpearte, a insultarte, a decirte que ya no valías nada y, sin embargo, seguiste con él no porque estuvieras enamorada, como creíste estarlo desde el primer día, sino porque tenías mucho, mucho miedo. María, María.
Sí, tú eres María, te recuerdo bien porque eras buena alumna, te gustaba leer, jugar básquet, bailar en el grupo de danza, reír y cantar, pero luego te volviste huraña, tus calificaciones se desplomaron, perdiste la sonrisa y hasta las ganas de vivir. Ya no ibas a tu casa porque ahora estabas llena de secretos y te daba miedo que tus padres te hicieran preguntas o notaran cómo te habían cambiado los estudios. Cuéntanos, María, te dirían, como antes, cuando compartían todo, pero cómo decirles que debías un extra, que no asistías a clase, que pasabas las noches en otro cuarto, que casi no comías, que tenías sospechas de estar embarazada y que te estabas acostumbrando al maltrato porque habías reprobado esa difícil materia que se llama autoestima.
Qué lejos te sentiste de tu casa, María, de tus hermanos, de tu madre, de tus amigas del pueblo, el día que supiste que estabas esperando un hijo. Entonces el examen de agronomía, el trabajo de historia, la tarea de literatura, la práctica de biología, te parecieron lo más absurdo de tu vida. Desesperada, corriste a buscar a Giovanni para que te diera la respuesta. Y en vez de eso te dio unas pastillas y un te.
Pero no dijiste nada, María. Ni a tu familia, ni a nadie. Y fue entonces cuando ya no me cupo la menor duda de que eras tú, María. Yo te veía sola, caminando por la calzada, pensativa, tristísima, y se notaba el enorme peso que cargaba tu alma. Un día te vi llorando en una banca. Me acerqué y te pregunté qué pasaba contigo, por qué tenías moretones en la cara. Me dijiste que te habías golpeado al caer de una escalera, y te alejaste escondiendo la penosa verdad en tu mochila, María, pobre María. ¿Cuántas dudas, cuánta culpa, cuánto miedo, cuánta desilusión puede cargar una María?
Porque las Marías callan. Guardan un silencio cómplice cuando son golpeadas, cuando son humilladas, cuando la derrota las abruma. Callan incluso cuando su vida está en peligro. No escapan, no piden ayuda, no llaman, no exigen, no denuncian. Las Marías no saben decir que no. Aceptan tener sexo sin placer. Aceptan renunciar a su propio mundo para someterse a otro que no les gusta con tal de que no las dejen. Cambian sus metas escolares por amor, su dignidad por compañía, su libertad por responsabilidades jamás imaginadas ni deseadas.
Las Marías pueden tener quince, veinte, treinta o más años, no es la edad lo que las hace ser Ma-rí-as. Es el miedo. Un miedo de muchos siglos que se va heredando por generaciones y que se origina en una falta de identidad. María no sabe quién es, en dónde está, qué quiere, hacia dónde va. Es el miedo que produce andar a ciegas entre un mundo de hombres, agarrándose de ellos, adivinando sus contornos, siguiendo sus pasos, confiando en lo que los ojos de ellos ven, depositando la fuente de su bienestar en aquel que dice quererlas. A veces caen al abismo y jamás se recuperan: abandonan la escuela, renuncian a tener un futuro promisorio, tienen un hijo al que no le dan lo que merece, o deciden interrumpir el embarazo poniendo en riesgo su vida y su salud emocional. Pero, ¿qué creen? a veces las Marías encuentran algo en la vida, una piedra mágica, una fórmula secreta que les devuelve la facultad de ver. Y cuando esto ocurre van corriendo al espejo y se descubren: comienzan a conocerse. Entonces se inicia el verdadero romance, el romance consigo mismas. Porque todas las Marías son bellas y valiosas, pero sólo lo saben cuando miran su imagen en ese espejo interior que les da la posibilidad de amarse. Este es el punto en el que la historia cambia. María recupera su voz, se adueña de su cuerpo, se responsabiliza de sus decisiones, dice sí cuando quiere decir sí, y dice no cuando peligra su integridad. En la medida en que se empieza a conocer, empieza a quererse y a respetarse, rompe los moldes que la hacían un ser pasivo, silencioso y sometido. Descubre la verdadera vida y… señores y señoras, deja de llamarse María.
Si tú te llamas Guadalupe, Yazmín, Ana, Margarita, Irene, o como quiera que te llames, pero llevas una María dentro de ti, es hora de que busques la piedra mágica que rompa con el hechizo. Yo estoy segura de que este libro que hoy ponemos a tu alcance, te llevará a ese hallazgo maravilloso, porque ahí encontrarás no uno, sino muchos espejos en los cuales se reflejará la identidad de las que fueron y dejaron de ser Marías. Apuesto a que así será. Pero léelo cuanto antes y compártelo con tus compañeras, con tus amigas y con tu pareja, con suerte él también descubra lo que no es el amor, y, en consecuencia, deje de llamarse Giovanni.
Silvia Castillejos Peral
Septiembre 2005
Comments