Muñeca en la calle
- Las Libres Revista
- 17 dic 2020
- 3 Min. de lectura
Por Acrosticx
En la calle el grito desolado de una niña eclipsa el sueño de Patricia. Una cueva de
carne negra, húmeda, con olores otoñales: flores en putrefacción, partículas de hojas
marrón, excremento seco, la suavidad penetrante de un gargajo en el asfalto, y el
cartón enjuto que desmaterializa la formación obsesiva de casas habitación, para
existencias vacías que recorren habitaciones con la sensación de una muerte
permanente, estirada en el tiempo. Al fondo, en el resquicio diminuto de una piedra
inflamada, asoma el cuerpo medio humano, diminuto, de una muñeca. Su rostro es
protuberancia completa, ampolla infectada con latido constante. Un enjambre de
tumores de carne porosa sustituye boca, nariz, frente y cuello. Está ciega, la córnea se
la ha desprendido, y en la pupila se fermenta una sustancia burbujosa que se derrama
hasta la mácula.
La muñeca grita, desgarrando la piel púrpura de su entrepierna con pezuñas gomosas,
gruesas, que le nacen de las falanges y el carpo con una pesadez antinatural.
Patricia intenta alcanzarla, para salvarla de sí misma. La certeza del sueño, una
verdad preexistente que se guía por la incongruencia de los hechos, la impulsa a tomar
en brazos al diminuto ser que se retuerce entremezclando fluidos con el entorno
espumoso. El tacto, abrazo involuntario, transformará, la mutará en ser humano. De
esa manera la muñeca, supone Patricia, pasará de objeto atormentado a niña
convaleciente. Así el llanto, supone de nuevo, tomará sentido, un hecho de daño
inmaterial que se alivia con suspiros o alientos versados. Así la carne viva, ácida, roja
podrá sanar con la intención de una causa justa.
La carga. Es fría, truena y apesta a semen agrio, a cultivo viejo de excremento y a té de
manzanilla. El tacto le produce ampollas que se abren al instante, expulsando un
líquido violáceo. Llora, chilla como un gato mutilado. Patricia corre, la aprieta contra
su cuerpo. La carne negra de la cueva empieza a contraerse, la humedad se cristaliza
en estalactitas y astillas microscópicas que les taponean los poros de la piel. Patricia
llora, con silbidos guturales se desprende de la muñeca, que grita con una voz
infrahumana, profunda, parca, y en el último esternón estornuda un pedazo de
algodón carbonizado.
Patricia no respira. Con un bramido ridículo abre la boca y muerde la penumbra para
tragar una porción desesperada de oxígeno. Tiene los párpados pesados y el sabor a
salitre de la noche. Un telar gris se funde con los objetos y los muros de la habitación.
El silencio se le introduce en el tímpano, vibrante, deshecho en la tempestad de lo
incierto. En su pecho se carga la angustia como si el cuerpo de la muñeca se hubiera
fundido hasta encerarle el interior.
En la calle ha desaparecido una niña. Castaña, con piel de nuez y risa de cascada. Se
esfumó en el interior de su casa. Con el padre incapaz de recordar con qué estaban
jugando. Deteriorado por el encierro. Hecho animal, bestia incontenible. Extraviado en
la locura de una masculinidad hierática.
A él sí lo encontraron. Envuelto en una sábana, con la lata de cerveza agujereada por el
fuego de los cigarrillos, y el pelo con costras de sangre que le daban un tacto
acartonado. Apestaba a semen, amargo, potente y abundante. Con la entrepierna
inflamada y el pene erecto. Incapaz de recordar con quién estaba jugando.
En la calle los bultos de basura y el aullido ahogado de los perros famélicos habitan
flotantes en el tiempo. Todo está detenido, se ha decretado estado de sitio. Se ha
decretado la pérdida de derechos y es mejor permanecer oculto detrás de rejas
roxidadas y muros carcomidos. La vida no es vida sin derechos, piensa Patricia.
Sentada, en la duermevela, Patricia se siente angustiada. Con la idea de un mundo
gomoso e inestable, no logra recobrar la firmeza. Desde la oscuridad exterior llega un
chillido largo, ronco, casi animal. El grito de la muñeca permanece, interminable. Viva
y muerta. Huyendo o con el corazón de víctima. Olvidada, como si el colapso de un
virus, imaginario y aterrador, la hubiera hecho desaparecer.
Cuando vuelve a tener conciencia de la realidad y deja de estar concentrada en el
pánico, Patricia toma el control del televisor y con un movimiento brusco lo enciende.
Esta mañana, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, fue hallado el cuerpo de
una infante de cinco años. Presentaba signos de violación sexual como desgarre
himeneal, contusión vulvar y estallido rectal, este último considerado como la causa de
muerte debido a la hemorragia incoercible.
Patricia, jadeante, empina el cuerpo contra el televisor y con un tambaleo ondado
cubre la pantalla, como si pudiera resultar herida sólo por escuchar. La voz se va
apagando. Y Patricia, con el lamento encarnado, miserable en su propio tiempo y
espacio, se reconoce en la niña. Castaña, pálida, con la existencia rígida. Una infancia
que la habita con veneno en las venas por el dolor y el delirio. Hija, muñeca
monstruosa, de su vientre. Loca de su padre. Presa de su propia biografía, del placer
empalado.

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