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Muñeca en la calle

Por Acrosticx


En la calle el grito desolado de una niña eclipsa el sueño de Patricia. Una cueva de

carne negra, húmeda, con olores otoñales: flores en putrefacción, partículas de hojas

marrón, excremento seco, la suavidad penetrante de un gargajo en el asfalto, y el

cartón enjuto que desmaterializa la formación obsesiva de casas habitación, para

existencias vacías que recorren habitaciones con la sensación de una muerte

permanente, estirada en el tiempo. Al fondo, en el resquicio diminuto de una piedra

inflamada, asoma el cuerpo medio humano, diminuto, de una muñeca. Su rostro es

protuberancia completa, ampolla infectada con latido constante. Un enjambre de

tumores de carne porosa sustituye boca, nariz, frente y cuello. Está ciega, la córnea se

la ha desprendido, y en la pupila se fermenta una sustancia burbujosa que se derrama

hasta la mácula.

La muñeca grita, desgarrando la piel púrpura de su entrepierna con pezuñas gomosas,

gruesas, que le nacen de las falanges y el carpo con una pesadez antinatural.

Patricia intenta alcanzarla, para salvarla de sí misma. La certeza del sueño, una

verdad preexistente que se guía por la incongruencia de los hechos, la impulsa a tomar

en brazos al diminuto ser que se retuerce entremezclando fluidos con el entorno

espumoso. El tacto, abrazo involuntario, transformará, la mutará en ser humano. De

esa manera la muñeca, supone Patricia, pasará de objeto atormentado a niña

convaleciente. Así el llanto, supone de nuevo, tomará sentido, un hecho de daño

inmaterial que se alivia con suspiros o alientos versados. Así la carne viva, ácida, roja

podrá sanar con la intención de una causa justa.

La carga. Es fría, truena y apesta a semen agrio, a cultivo viejo de excremento y a té de

manzanilla. El tacto le produce ampollas que se abren al instante, expulsando un

líquido violáceo. Llora, chilla como un gato mutilado. Patricia corre, la aprieta contra

su cuerpo. La carne negra de la cueva empieza a contraerse, la humedad se cristaliza

en estalactitas y astillas microscópicas que les taponean los poros de la piel. Patricia

llora, con silbidos guturales se desprende de la muñeca, que grita con una voz

infrahumana, profunda, parca, y en el último esternón estornuda un pedazo de

algodón carbonizado.


Patricia no respira. Con un bramido ridículo abre la boca y muerde la penumbra para

tragar una porción desesperada de oxígeno. Tiene los párpados pesados y el sabor a

salitre de la noche. Un telar gris se funde con los objetos y los muros de la habitación.

El silencio se le introduce en el tímpano, vibrante, deshecho en la tempestad de lo

incierto. En su pecho se carga la angustia como si el cuerpo de la muñeca se hubiera

fundido hasta encerarle el interior.

En la calle ha desaparecido una niña. Castaña, con piel de nuez y risa de cascada. Se

esfumó en el interior de su casa. Con el padre incapaz de recordar con qué estaban

jugando. Deteriorado por el encierro. Hecho animal, bestia incontenible. Extraviado en

la locura de una masculinidad hierática.

A él sí lo encontraron. Envuelto en una sábana, con la lata de cerveza agujereada por el

fuego de los cigarrillos, y el pelo con costras de sangre que le daban un tacto

acartonado. Apestaba a semen, amargo, potente y abundante. Con la entrepierna

inflamada y el pene erecto. Incapaz de recordar con quién estaba jugando.

En la calle los bultos de basura y el aullido ahogado de los perros famélicos habitan

flotantes en el tiempo. Todo está detenido, se ha decretado estado de sitio. Se ha

decretado la pérdida de derechos y es mejor permanecer oculto detrás de rejas

roxidadas y muros carcomidos. La vida no es vida sin derechos, piensa Patricia.

Sentada, en la duermevela, Patricia se siente angustiada. Con la idea de un mundo

gomoso e inestable, no logra recobrar la firmeza. Desde la oscuridad exterior llega un

chillido largo, ronco, casi animal. El grito de la muñeca permanece, interminable. Viva

y muerta. Huyendo o con el corazón de víctima. Olvidada, como si el colapso de un

virus, imaginario y aterrador, la hubiera hecho desaparecer.

Cuando vuelve a tener conciencia de la realidad y deja de estar concentrada en el

pánico, Patricia toma el control del televisor y con un movimiento brusco lo enciende.

Esta mañana, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, fue hallado el cuerpo de

una infante de cinco años. Presentaba signos de violación sexual como desgarre

himeneal, contusión vulvar y estallido rectal, este último considerado como la causa de

muerte debido a la hemorragia incoercible.

Patricia, jadeante, empina el cuerpo contra el televisor y con un tambaleo ondado

cubre la pantalla, como si pudiera resultar herida sólo por escuchar. La voz se va

apagando. Y Patricia, con el lamento encarnado, miserable en su propio tiempo y

espacio, se reconoce en la niña. Castaña, pálida, con la existencia rígida. Una infancia

que la habita con veneno en las venas por el dolor y el delirio. Hija, muñeca

monstruosa, de su vientre. Loca de su padre. Presa de su propia biografía, del placer

empalado.


 
 
 

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