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Muerte y tortura de mujeres: sexismo en la salud

Por: Priscila Alvarado


“Como dicen que soy una ignorante,

todo el mundo comenta sin respeto

que sin duda ha de haber algún sujeto

que pone mi pensar en consonante”.

Guadalupe (Pita) Amor, Como Dicen Que Soy Una Ignorante.

Elvia se retorcía en el piso. Huesos y músculos le tronaban en sintonía con el rechinido escalofriante de los dientes que se le iban fragmentando. Diana, una niña de siete años, y su hermana Patricia, dos años menor, observaban aterradas la escena convulsa de su madre.

Los gritos estremecedores de Diana, provenientes de la pesadilla más macabra, inundaron el hall de la casa, ¡mi mamá se muere, mi mamá se muere!

Patricia, atónita, se deshizo de los nervios que le contenían, se impulsó fuera de la tina y corrió desnuda para pedir ayuda. La desesperación profunda contenida en los gritos de auxilio de la niña superó el ruido ensordecedor del granizo y alcanzó a algunos vecinos. El extendido de agua congelada sustituyó la textura áspera del asfalto y le congeló los diminutos pies.

Cuando llegaron Elvia permanecía allí, inmóvil. Los ojos poseídos por la perplejidad y el miedo. La boca con hilos de sangre y espumarajo. El cuerpo adolorido, como lleno de espinas.

Casi en paralelo arribaron la abuela Ángela y el tío Mauricio. La levantaron, le limpiaron el rostro y trataron de tranquilizarla. Una de las espectadoras abrió la bolsa que cargaba, le extendió un pedazo de pan a la niña Patricia, para el susto, pequeña, y con una toalla le secó el diminuto cuerpo, tembloroso por frío y miedo. Estaba congelada.

Más tarde llegó el médico, eminencia que “calmó” a Elvia, recomendó apaciguar el nervio con rituales femeninos, esas cosas de mujeres, como un té de manzanilla, mirar telenovelas hasta el amanecer o platicar de una amiga con otra amiga, y se retiró sin dar diagnóstico, ni tratamiento.

Carlos, el padre de las niñas, estaba de viaje en Salina Cruz con el resto de sus hijos, había tomado con prisa el autobús para solucionar una peripecia laborar, llevando a los varones de la cuantiosa familia para adiestrarlos en el ser masculino con gracia y asertividad. Cuando volvió, Patricia y Diana le pusieron al tanto de lo ocurrido. Incluso, montaron una escena contorsionándose en el piso de la cocina, imitando el rostro fúnebre de su madre y relatando con prisa las acciones de los adultos que acudieron al auxilio, para explicar todo detalladamente.

Pero Carlos, ingeniero acostumbrado a las pruebas y la objetividad, no les creyó. Imposible confiar en un par de niñas juguetonas, nerviosas, escuetas y hasta embusteras profesionales, para dar salto a una consulta médica costosa e incipiente. Imposible e inhumano, pensó Carlos, interrumpir la extenuante labor médica del doctor por una jugarreta de mujeres.

La primera convulsión de Elvia Solana ocurrió cerca de mayo o junio de 1963, su esposo limitó cualquier medida de atención médica hasta pasados dos años, cuando por primera vez presenció petrificado el dolor de los espasmos feroces en el cuerpo de su esposa.

Contraída por la enfermedad, Elvira sufrió durante más de dos años el proceso degenerativo de la epilepsia, sin tratamiento, ni cuidados. El daño fue irreversible. Tuvo pérdida neuronal por isquemia cerebral a consecuencia del ataque vascular que se indujo durante sus continuas crisis.

Su cuerpo cambió. Perdió habilidades cognitivas y motoras por el daño axonal de las células del sistema nervioso y por ende en la actividad eléctrica de su cerebro traumatizado, un daño común en pacientes con epilepsia que no reciben tratamiento desde el primer ataque.

Otra historia sería si Elvia hubiera recibido atención especializada desde el primer día. La decadencia en su lóbulo frontal se hubiera evitado o, por lo menos, atenuado. Pero no ocurrió así, durante 730 días Elvia convulsionó sin atención, tratamiento o cuidado. El impacto en su cerebro fue brutal, provocando un daño irreversible.

Violencia médica, realidad patriarcal

Elvia Solana sufrió violencia de género o doméstica toda su vida- de acuerdo con datos emitidos por fiscalías en diferentes estados de la república, en 2017 registraron 166 mil 897 casos de violencia familiar, lo que significa que cada 24 horas se registraron 457 delitos de este tipo-. El yugo patriarcal en su familia la expuso a riesgos graves de salud a nivel físico y psicológico.

Probablemente el inicio de la epilepsia fue consecuencia de su oscuro trayecto de la niñez a la juventud. De niña fue violada sistemáticamente por su padre durante 4 años, hasta que Dalia, su madre, tomó la decisión de escapar e inmigrar de San Luis Potosí a la Ciudad de México.

Ya en apogeo de su adolescencia, a los 19 años conoció a Carlos, él tenía 28. Elvia se pasa el día trabajando en una tienda de pintura industrial; la astucia, inteligencia y apremio le hicieron crecer rápidamente, pero al poco tiempo el emprendimiento a la libertad se extinguió; se casó, dejó el trabajo y durante diez años parió a seis hijos. En 1963 comenzó con los síntomas de epilepsia. Fué ignorada, sometida a alteraciones en su desarrollo psicológico y físico, y abandonada en la enfermedad. Dos años después comenzó con el tratamiento.

Duró con los ataques, las alucinaciones, los cambios de humor y los brotes repentinos de violencia hasta su muerte el 4 de mayo de 2010. Vivió así, enloquecida, exiliada, silenciada y embrutecida durante 81 años.

Como ella miles de mujeres son víctimas de una o múltiples tipos de agresiones de género alrededor del mundo. La Organización Mundial de la Salud define este tipo de violencia psicológica en el área doméstica como el conjunto de “humillaciones, desvalorizaciones, críticas exageradas y públicas, lenguaje soez y humillante, insultos, amenazas, culpabilizantes, aislamiento social, control del dinero, no permitir tomar decisiones” que emite la familia o pareja en contra de una mujer.

Sin embargo, no existen cifras exactas que indiquen cuántas mujeres son violentadas de esta manera. Las estadísticas se reducen al ámbito obstétrico - con evidentes sesgos en otros padecimiento[1] s y en el acceso a la posibilidad de emitir una denuncia por negligencia o violencia de género durante éstos- e indican que, de acuerdo con la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares 2016, en los últimos 5 años, 1 de cada 3 mujeres de 15 a 49 años sometida a un parto en México sufrió algún tipo de maltrato durante la atención médica.

De hecho, entre 2015 y 2018, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) emitió 50 recomendaciones a las instituciones de salud por violencia obstétrica.

También es posible identificar que en números de delitos sexuales la relación entre la impunidad como resultado de un debido proceso precario y la violencia médica como parte de ello están en liga. De acuerdo con el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) cada 24 horas, en promedio, se reportaron a las autoridades ministeriales 99 delitos sexuales, en todo el territorio nacional. De los cuales el 99.7% de los delitos no fueron denunciados, según datos de la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU) y cuando son reportados el 99 por ciento sufren impunidad por parte de las instituciones de acuerdo con la Red por los Derechos de la Infancia en México (Redim).

De acuerdo con la información internacional disponible e indicada por el Protocolo para Realizar las Investigaciones de Violación de Mujeres del Gobierno Mexicano, las lesiones físicas que las víctimas puede presentar, “no se relacionan directamente con la magnitud del impacto de la violencia o el abuso, ya que las víctimas de violencia sexual presenta lesiones físicas, y que son muchas más las que presentan secuelas psicológicas y en el ámbito del desarrollo de su sexualidad”. [2] [MOU3] [MOU4]

Por ello, el objetivo principal del examen clínico es realizar un diagnóstico para indicar el tratamiento más adecuado y, lamentablemente, comprobar que la denuncia es real. Incluso, indica el protocolo, en los casos en que la consulta es tardía lo mas probable es que el examen sea negativo, “lo que no invalida la posibilidad de una denuncia en ese momento ni la necesidad de derivar a la persona para una estudio social acucioso”.

Sin embargo, la mayoría de los médicos del Ministerio Público son varones y aún cuando llegan a declarar las lesiones en los exámenes periciales, estigmatizan a las mujeres durante el proceso con preguntas agresivas, tratos frívolos, inculpaciones y hasta exhortaciones para abandonar la denuncia porque es “difícil”, “cansado” e “innecesariamente estresante” llegar a que el juez dicte sentencia contra el abusador.

Las mujeres que sufren violencia sexual son estigmatizadas, minimizadas y despreciadas hasta el punto de silenciarlas y culparlas de las agresiones que sufrieron.

En el tema de abortos clandestinos, según cifras de ENDIREH 2016, entre 2002 y 2016, la causa de muerte específica de 624 mujeres fue un aborto; aunque sólo el 7% de las mujeres que parió durante ese mismo periodo cumplía con el nivel escolar de preescolar, es decir, el 23.4% de las que murieron había estudiado hasta ese grado.

La encuesta reporta que 9.4 millones de mujeres de 15 a 49 años dijo haber estado embarazada en los últimos 5 años; de estas, poco más de un millón dijo haber tenido al menos un aborto.

Es decir que durante los últimos 16 años se han registrado más de 3 millones 413 mil abortos con procesos y procedimientos legales, entre mujeres de 10 a 44 años, lo que equivale a 200 mil servicios por año. Ante esto la ENDIREH indica que 25% de ellas no recibieron el tratamiento que necesitaban y perdieron la vida, principalmente en zonas rurales y marginadas del país.

Y para agudizar el eco de violencia, el SNSP calculó que de 2015 a 2018, se registraron 2 mil 135 carpetas de averiguaciones previas contra mujeres por el delito de aborto.

Sin embargo, a pesar de los números alarmantes, casos tan “privados” y “ocultos” en el espacio doméstico como el de Elvia, ni siquiera son tomados en cuenta para calcular la magnitud de la violencia médica[5] y la violación constante de un derecho humano fundamental, el acceso a la salud.

Todo empieza desde la conjugación cultural de los individuos en la estructura heteropatriarcal de la familia. La esposa está predestinada al sometimiento y el dominio del cónyuge, por eso fue Carlos quien decidió que Elvia no iba a recibir atención médica hasta que él fuera testigo de la convulsión. Una decisión por lo más ridícula, sustentada en el menosprecio que tienen los hombres hacia las mujeres.

De la misma manera las hijas y les hijes deben obedecer como máxima figura de autoridad a un hombre, cumpla o no con el rol paterno, pues bien pueden ser tíos, primos, sobrinos y hasta hermanos los que ostenten dicho poder y a todes, sin excepción, se debe honrar, acatar e idealizar.

Esto, escribió Simone de Beauvoir en su libro El segundo sexo, inició con la aparición de la familia patriarcal fundada en la propiedad privada. “En semejante familia, la mujer está oprimida. El hombre reina como soberano y, entre otros, se permite caprichos sexuales: se acuesta con esclavas o con hetairas, es polígamo. Tan pronto como las costumbres hacen posible la reciprocidad, la mujer se venga por la infidelidad: el matrimonio se completa naturalmente con el adulterio. Es la única defensa de la mujer contra la esclavitud doméstica en que se la mantiene: la opresión social que sufre es consecuencia de su opresión económica” (Beauvoir, p.20).

En este punto, la salud y el acceso a servicios médicos dependen, por una parte, del dominio económico que ejerce el patriarca contra la mujer (ahora identificado como violencia económica), y por otra, de la conciencia y voluntad de éste.

Dos aspectos que se sustentan fundamentalmente en la cosmovisión machista que construye a los individuos de nuestra sociedad. De hecho, en temas de salud, las mujeres han sido históricamente calificadas de “inferiores mentales”, “locas”, “enajenadas mentales[6] ” o con múltiples diagnósticos de ansiedad -aun cuando podía tratarse de otras enfermedades como, por ejemplo, una representación de estrés postraumático por violencia.

La historia de la medicina en Europa del siglo XVIII al XX, y su herencia en el ideario médico mexicano, se formuló a través de las diferencias anatómicas, fisiológicas y patológicas entre los dos sexos[1]. Los científicos -específicamente del área médica- pretendían establecer con ello las desigualdades entre los géneros[2] y las prácticas médicas para justificar la subordinación femenina.

Muchos de los tratamientos que recibían las mujeres eran denigrantes y sumamente violentos. Por ejemplo, en las “enfermedades” relacionadas con la menstruación, como la esquizofrenia, histeria, delirio o depresión, los doctores -en ese momento todos eran hombres- aplicaban masajes pélvicos, es decir, una estimulación manual de los genitales, hasta provocar en las pacientes un orgasmo involuntario. Una forma de abuso sexual que no ha sido clasificado como tal ni siquiera en el siglo XXI.

También se presentaron casos de extirpación de los órganos reproductivos femeninos como “cura” a supuestos padecimientos psiquiátricos y hasta para los ciclos menstruales o el deseo carnal femenino, considerado como un peligro demoníaco para los hombres. Argumentando y sustentando todas estas atrocidades porque la "susceptibilidad de la mujer para enfermar de enajenación mental" tenía una relación directa con el sistema nervioso y el aparato genital.

La concepción de las enfermedades mentales en relación con el género era evidente. Mientras las conductas “anormales” realizadas por un hombre no daban sospecha de enfermedad mental, las realizadas por una mujer -indisciplina, rebeldía, feminidad ausente, cambios de humor, infertilidad, entre otras-, eran patologizadas “La mujer del siglo XIX era una eterna enferma” (Ruiz, p.216)

La violencia clínica provenía de varios frentes. Freud, en el área teórico-práctica, describió la psicología de la mujer comparando las “carencias” que observaba, en contraste con la psicología masculina que era tomada como modelo. Incluso estipuló que la inferioridad narcisista “propia de la mujer”, era determinada por la no posesión del pene.

El paquete social de la opresión médica contra las mujeres en Europa fue sembrado en México durante el Siglo XVI. La clasificación de enfermedades, el tratamiento y su desarrollo a nivel institucional siguieron el mismo camino.

Uno de los casos más llamativos fue concebido en 1687, cuando José, carpintero de profesión, acogió en su casa a una prima de su esposa con aparentes actitudes dementes. A partir de ello se dedicó a “recoger a cuantas mujeres, en apariencia locas, encontró deambulando por las calles”. Cuando el espacio en su casa fue insuficiente obtuvo el patrocinio del arzobispo de México para empezar a construir un hospital, que quedó a cargo del Congregación del Divino Salvador fundada por jesuitas.

El Hospital del Divino Salvador fue cerrado en 1910 cuando se inauguró el Manicomio de La Castañeda.

Otro caso de violencia médica, un poco más contemporáneo, ocurrió en 1997 en Polanco, Ciudad de México. Gabriela Gutiérrez tenía 17 años. Había iniciado un vida sexual activa con su novio y no quería embarazarse, pero los estigmas y normas que conformaban a su familia limitaron cualquier tipo de apoyo para un posible aborto o, por lo menos, el acceso a un tratamiento anticonceptivo.

Confundida y sin información, buscó consejos con amiges que ya hubieran iniciado su vida sexual. Une de elles les recomendó ir con el ginecólogo José, conocido de la familia y con años de experiencia como aval, para buscar alguna alternativa anticonceptiva.

Cuando Gabriela llegó al consultorio evaluó los precios y estuvo a punto de abandonar la misión. Cada cita se valuaba arriba de los 600 pesos. No tenían esa cantidad. Cuando se disponían a partir, el médico la detuvo.

¿Cuánto tienes para pagar? - le preguntó con calma

Sólo tengo cien pesos en la bolsa…- Gabriela palpó su bolsillo del pantalón y extrajo el billete para mostrarlo

Está bien, dijo ansioso José, paga con eso...yo también fui joven - el ginecólogo soltó una carcajada y palmeó la espalda de Gabriela.

Parecía encantador, recuerda Gabriela, sensible y bastante empático.

José invitó a Gabriela para hacerse una revisión general. El tratamiento para prevenir embarazos, le dijo, lo veremos más adelante. Sin su autorización le realizó un ultrasonido y le diagnosticó quistes ováricos. Ahora las citas, aseguró el ginecólogo, tenían que ser quincenales para evaluar su desarrollo y evitar daños a largo plazo.

La encrucijada fue tal que durante meses cultivaron una amistad con orgullo fresco. Pero todo cambió cuando Gabriela, por primera vez, acudió sola a la consulta. Su pareja no pudo acompañarla y ella no debía posponer ninguna de sus visitas porque, le dijo el médico, eso podría poner en riesgo su vida.

Cuando llegó, José la llamó a su oficina, un espacio diminuto apartado del área en la que regularmente la auscultaba. Le pidió que se colocara una bata azul para cubrir su desnudez. Y le indicó que abriera la piernas mientras se recostada en la cama médica que estaba cerca del escritorio. Acto seguido le empezó a tocar los senos, los pezones “como a jugar con ellos”. Dijo que era para verificar si existía algún tipo de reacción porque los quistes causaban eso.

Gabriela no supo qué hacer. Temblaba. Sentía un miedo por más brutal con cada roce, apretón y exhalación de José. A pesar de la profunda indignación pensó que, probablemente, así era el procedimiento y no tenía derecho a quejarse o a detenerlo, ¿ella qué iba a saber sobre un tratamiento médico?, ¿cómo se atrevía a sentir ganas de llorar y salir cuando el experto era José? Se contuvo hasta el final, pagó la consulta y salió con el corazón aterrado sin mirar atrás.

Cuando su pareja acudía con ella no ocurría nada. Pero un par de meses después nuevamente tuvo que asistir sola. Sucedió otra vez. La rozó y le apretó los senos y hasta le palpó la vagina, esto último aseguró José, era necesario para revisar si sus reacciones eran correctas, ya sabes, si lubrica bien y tiene espasmos positivos. José la agredió sexualmente justificando cada acto con supuestos procedimientos médicos.

Gabriela no dijo nada, estaba perpleja, asustada, asqueada e indignada. No volvió. Tuvo que inventarse decenas de pretextos para explicarle a su pareja que prefería no volver con José, “me daba pena decirle lo que había pasado. Me sentía culpable. Tardé muchos meses para decirle la verdad”.

Pasaron tres años para que Gabriela volviera a asistir a un ginecólogo. Fue hasta ese momento cuando el nuevo médico la revisó y le dijo que los quistes habían desaparecido o que probablemente jamás habían existido.

Aún ahora la vergüenza sigue presente. El miedo late cuando Gabriela menciona a José. Si lo denuncia podría enojarse, “dañaría su reputación” y seguramente la demandaría. No podría defenderse, las pruebas son inexistentes y han pasado demasiados años.

La diosa Tzapotlatenan, madre de las eminencias médicas

En México los pueblos indígenas como los Ulmecas (llegados por la costa del Mar del Norte, allá por el año 955 antes de la Era Cristiana), los Toltecas (de los años 544 y 713 de la Era Cristiana) o la última ola Nahoa correspondiente a los Aztecas (en el año 583 E.C), tenían una estrecha relación con las deidades de la medicina.

Para estas comunidades, como en el resto del mundo, las enfermedades humanas y el desarrollo de herramientas o rituales curativos, determinaron la cosmovisión del cuerpo y la comprensión de la vida-muerte que heredamos hasta nuestros días en rituales judeocristianos prehispanizados.

Existió Tzapotlatenan, diosa nativa de Tzapotlán, que aparentemente presidía a la medicina en general. Sin embargo, en la Historia general de las cosas de Nueva España, Bernardino de Sahagún la registró con el único atributo del patronazgo de una resina medicinal llamada oxitl o terebentina, substancia utilizada como ungüento medicinal.

En el caso maya los fundadores del h-menes, o médicos y hechiceros, se sitúa en tres deidades. Dos de ellas fueron mujer y hombre, “compañeros por añadidura”: X-Chel y Citbolontún. El tercero, Zamná, es considerado como el inventor de la medicina.

El resto de los dioses en la medicina se edifican en figuras masculinas. Las diosas quedan reducidas a una imagen de salud fecunda. Por ejemplo, Cihuacoatl que fue considerada como la primera mujer que parió, por lo tanto, era añadida a una figura sagrada dentro de la medicina como representante del rol materno y la fertilidad, aunque también, como secreto a voces entre los mestizos y españoles, hacía una labor importante apoyando a mujeres que decidían abortar.

Incluso las Matlalcueye y las Macuilxochilquetzali, mujeres encargadas de intervenir en el baño de los recién nacidos, tenía como representación a la diosa Xochiquetzal.

O bien, las diosas Cihuapipilti eran mujeres que habían muerto en el primer parto y se dedicaban a vagar eternamente por las comunidades, hechizando a los niños.

Un oficio más que correspondía a las mujeres en el cuidado de la salud comunitaria era el de proporcionar yerbas a otras para provocar abortos. A esta tarea correspondía la diosa Centeotl.

La socio-cultura de México excluyó de la profesión médica a las mujeres desde antes de la conquista. Sin embargo, la división fue más aguda cuando la figura sagrada de las deidades fue sustituida a finales del siglo XVI (1580-82) con la creación de la primera institución que “honraba a los médicos”. La Real y Pontificia Universidad de México fue erigida como formadora implacable de eminencias médicas. Todos varones.

Fue hasta 1887 cuando la primera mujer se graduó con el grado académico de médico cirujano por la Universidad Nacional de México, la doctora Matilde Montoya y Lafraga (1859-1938). Y hasta 1957 que ingresó por primera vez una mujer en la Academia Nacional de Medicina, la doctora Rosario Barroso Moguel (1923-2006). La siguiente fue aceptada en 1965, la doctora Julieta Calderón de Laguna (1918-2001) y para 1973 se incorporó la tercera, la doctora María de la Soledad Córdova Caballero (1929- 2017).

Es decir, el modelo científico-médico propuesto en Europa se construyó a partir de la supuesta inferioridad biológica y fisiológica de la mujer. No sólo con un sistema de subestimación de las capacidades cognitivas para el desarrollo de la profesión. Sino con el apoyo de la ciencia en la idea de la debilidad femenina.

Para los médicos la debilidad se manifiesta en el cuerpo de la enferma -incluyendo el discurso psiquiátrico y psicológico-. Para las familias, principalmente los varones que replican el modelo heteropatriarcal del proveedor, recae en la economía y la supuesta exageración del sentir femenino. E incluso para los antropólogos "los médicos enseñan que la sensibilidad, las emociones, los impulsos, tan ricos entre las mujeres, son la fuente de cualidades indispensables para el buen funcionamiento de la sociedad”. Una definición que refleja y normaliza el pensamiento de la hipersensibilidad femenina.

Un contrato sexo-genérico que consagra la marginación de las mujeres como sujetos políticos en razón de su sexo. Que trastoca con una subjetivación femenina dañina todos los ámbitos de la sociedad: político, religioso, filosófico y hasta científico-médico.

En cualquiera de los casos el origen de la violencia es el mismo: machismo. Sin embargo, las formas o los escenarios varían tanto que es prácticamente imposible reflejarlos todos. Pero existen y todos los días miles de mujeres se enfrentan a vejaciones, abusos, desprecio, estigmatización y agresiones por cuestiones de salud. Su corporalidad es destruida, descuartizada, humillada. Los derechos humanos parecen huir dentro de los nosocomios, consultorios o cualquier espacio que acoge la decadencia de su enfermedad.

Ese machismo es el mismo que asesinó en masa a más de nueve millones de mujeres durante un período de trescientos años en Alemania, España, Italia, Francia, Holanda, Suiza, Inglaterra, Gales, Irlanda, Escocia y Amerika, en el nombre de Dios Padre y Jesucristo su único hijo. Un periodo de inquisición que creó en 1484 la seudodeidad papal Inocencio VIII, quien incluso nominó a dos monjes Domínicos, Heinrich Kramer y James Sprenger, como Inquisidores y les ordenó definir qué era brujería, para determinar y revelar el modus operandi de las brujas, y estandarizar los procedimientos judiciales y sentencias. Kramer y Sprenger escribieron un texto llamado El Malleus Maleficarum.

Un machismo por el cual juntas guardamos luto. Por todas nuestras hermanas, por nosotras mismas, que somos víctimas de ginocidio, de feminicidio, de encarcelamiento por defendernos de nuestros agresores o abortar a los productos de nuestras violaciones, por todas las que han sido agredidas al tratar de acceder a un servicio de salud y por aquellas que ni siquiera tienen acceso a ello. Luto por todas las que han sido internadas en instituciones mentales sólo por ser mujeres, o violadas y esterilizadas en contra de su voluntad, sometidas al hambre, la maternidad y el dolor, brutalizadas hasta la última instancia. Guardemos luto y desarrollemos una “sororidad revolucionaria”, como escribió Andrea Dworkin, para detener estas violencia que nos han devastado, mutilado y sentenciado al extremo. Que la rabia impulse nuestra sabiduría. El patriarcado se va a caer. Lo vamos a tirar.

Tomando en cuenta un modelo sexo-genérico de la dicotomía: hombre- mujer. Cada uno con roles correspondientes a la masculinidad o feminidad dentro de su marco social. “Existen sociedades con tres géneros o de géneros supernumerarios como construcciones sociales e individuales”. Agueda Gómez Suárez

No solo a otros padecimientos, sino a las pocas instituciones donde pueda presentarse una queja formal No veo relación entre la agresión médica y los delitos sexuales. Lo que se quiere dar a expresar es que dentro de estos ¿99 fueron ocasionados por médicos? Mas que violencia médica, el derecho al acceso a la salud. Incluso hay estudios donde se menciona que las mujeres llegan a tener mas diagnósticos de ansiedad solo por ser mujeres, cuando en ocasiones se trataba de otras enfermedades.

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